A comienzos del siglo XVII, una nueva bebida comenzaba a sembrar polémica entre los nobles, clérigos y comerciantes de Europa: el café.
Oscuro, amargo y con un aroma que parecía contener siglos de secretos orientales, el café no solo despertaba los sentidos, sino también las sospechas.
Un poco de historia
La historia de esta bebida fascinante se remonta mucho antes, en las montañas de Etiopía, donde, según la leyenda, un pastor llamado Kaldi notó que sus cabras se volvían increíblemente enérgicas tras masticar unos frutos rojos.
Intrigado, Kaldi probó los frutos él mismo, y pronto sintió ese mismo cosquilleo vivaz recorrerle el cuerpo. Los monjes del lugar comenzaron a usar la infusión de esos frutos para mantenerse despiertos durante las largas oraciones nocturnas, y así comenzó la travesía del café hacia el mundo.
Desde Etiopía, la bebida pasó a la península arábiga, particularmente a Yemen, donde se refinó su preparación y consumo.
En las ciudades de La Meca y Medina, el café se convirtió en parte integral de la vida social. Para el siglo XV, las «qahveh khaneh», o casas de café, proliferaban por todo el mundo islámico, sirviendo como lugares de reunión para debatir política, poesía y religión.
Cuando el café finalmente cruzó el Mediterráneo y llegó a Europa, lo hizo acompañado de un aura de misterio y exotismo.
Al principio, solo los comerciantes adinerados podían costear esta bebida importada. Pero más que su sabor, lo que realmente causó una revolución fue su efecto: estimulante, casi embriagador, sin una sola gota de alcohol.
En un continente acostumbrado a la cerveza y el vino incluso para desayunar, el café se sentía casi como un sacrilegio.
Y fue precisamente eso lo que algunos pensaron.
Mala fama
En 1615, el café hizo su aparición en Venecia.
Su popularidad creció rápidamente, pero también lo hicieron las críticas. Sacerdotes conservadores comenzaron a llamarlo «la bebida del diablo», argumentando que era consumido por musulmanes y que podía alterar el alma cristiana.
El ambiente estaba tan tenso que la situación escaló hasta el Vaticano. Algunos clérigos exigieron que el Papa Clemente VIII prohibiera el café.
Decían que sus orígenes paganos y sus efectos excitantes lo hacían inadecuado para los fieles. La presión era grande: si el café era aceptado por la Iglesia, su destino en Europa quedaría sellado.
Pero aquí entra un giro inesperado y digno de una novela. En lugar de emitir un juicio inmediato, Clemente VIII pidió una taza de esa misteriosa bebida. Dicen que la olfateó con interés, tomó un sorbo… y sonrió.
El Papa, impresionado por su sabor, declaró: «Sería un pecado dejar solo a los infieles con esta bebida tan deliciosa». En lugar de condenarla, la bendijo.
Con ese gesto, el café fue, literalmente, cristianizado.
Pasó de ser sospechoso a ser aceptado por la Iglesia, y su expansión se volvió imparable. Pronto aparecieron las primeras cafeterías en Italia, luego en Francia, Inglaterra y Alemania.
Eran mucho más que simples lugares donde beber: eran centros de discusión política, innovación intelectual y fermento social.
La célebre cafetería londinense Lloyd’s Coffee House, por ejemplo, se convirtió en el lugar de encuentro de comerciantes y aseguradores marítimos, dando origen a lo que hoy conocemos como Lloyd’s of London, uno de los mercados de seguros más importantes del mundo.
En París, el Café Procope sirvió como punto de reunión de Voltaire, Rousseau y Diderot. En Viena, los cafés se llenaron de música, arte y filosofía. El café, con su aroma y su promesa de lucidez, era el motor invisible de la Ilustración.
Sin embargo, no todo fue aceptación. En algunas ciudades, los gobernantes temían que los cafés se convirtieran en focos de disidencia.
En el Imperio Otomano, el sultán Murad IV ordenó cerrar muchas casas de café y hasta llegó a ejecutar a quienes infringieran la prohibición.
En Inglaterra, el rey Carlos II intentó cerrar las cafeterías por considerarlas lugares donde se «difundían rumores peligrosos».
Pero ninguna medida pudo frenar el avance del café. La gente quería pensar, hablar, debatir. Y el café, más que una bebida, era el catalizador perfecto para eso.
Parte de la vida misma
A mediados del siglo XVII, el café ya era inseparable de la vida urbana europea. Su cultivo también comenzaba a expandirse.
Para no depender del suministro árabe, los europeos introdujeron plantas de café en sus colonias: los holandeses en Java, los franceses en Martinica, y más tarde los españoles y portugueses en América Latina. Así nació el comercio global del café, una industria que movería millones y modelaría naciones enteras.
Lo irónico de todo esto es que una bebida considerada herética terminó impulsando algunas de las ideas más revolucionarias de la historia: libertad de pensamiento, crítica al poder, ilustración.
El café pasó de los monasterios árabes a las mesas de los cafés parisinos, transformando sociedades en el proceso.
Pero su entrada triunfal a Europa no habría sido posible sin un acto de curiosidad papal. Si Clemente VIII hubiera seguido el consejo de sus asesores y prohibido el café, tal vez el mapa cultural e intelectual de Europa sería muy diferente hoy.
Lo nuevo casi siempre genera rechazo, pero también puede ser una mina de oportunidades. El café era visto como una amenaza, pero quienes supieron leer su potencial, como los comerciantes venecianos o los empresarios que abrieron cafeterías, aprovecharon una revolución en marcha.