El país que se negó a pagar los errores de sus banqueros

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Año 2008. El mundo financiero se tambaleaba como un castillo de naipes en plena tormenta.

Wall Street se desmoronaba, Lehman Brothers se declaraba en bancarrota, y la economía mundial parecía al borde de un colapso total. Mientras tanto, en una isla del Atlántico Norte, con poco más de 300.000 habitantes, un capítulo único estaba a punto de escribirse en la historia financiera moderna.

Este es el relato de cómo Islandia, un país de volcanes, hielo y pescadores, se negó a rescatar a los bancos que hundieron su economía, eligió un camino radical, y terminó sorprendiendo al mundo.

 

Una burbuja inflada con aire de codicia

En los años previos a 2008, Islandia vivía una euforia económica inusitada. Tres bancos, Kaupthing, Landsbanki y Glitnir,  habían sido privatizados a principios de la década del 2000. Con ello, se abrió una compuerta a una expansión financiera brutal: préstamos masivos, inversiones extranjeras y una estrategia de crecimiento basada más en la especulación que en el desarrollo real.

Para muchos islandeses, el país se había transformado casi de la noche a la mañana: de ser una economía basada en la pesca y la energía geotérmica, a convertirse en un paraíso financiero. Los bancos, envalentonados, ofrecían rendimientos altísimos, y muchos ciudadanos trasladaron sus ahorros a cuentas de inversión, convencidos de que no había riesgo. La fiesta parecía no tener fin.

Pero había una trampa: esos bancos habían crecido demasiado y demasiado rápido, y gran parte de ese crecimiento estaba sostenido por deuda externa. Cuando la crisis financiera mundial estalló en septiembre de 2008, el castillo de naipes islandés cayó estrepitosamente.

 

La caída

En cuestión de semanas, el sistema financiero islandés colapsó. Los tres bancos principales se declararon insolventes. El valor de la moneda nacional, la corona islandesa (ISK), se desplomó. La bolsa de valores perdió más del 90% de su valor. La inflación se disparó. Miles de islandeses vieron cómo sus ahorros se evaporaban, sus hipotecas se volvían impagables y sus empleos desaparecían.

Pero lo peor no era solo la crisis interna. Al tratarse de bancos con operaciones internacionales, el gobierno islandés fue presionado para pagar las deudas que estas entidades privadas tenían con clientes extranjeros, especialmente del Reino Unido y los Países Bajos. La suma: miles de millones de euros.

Era un momento decisivo. ¿Debería un pequeño país asumir la deuda privada de sus bancos para calmar a los mercados y a los gobiernos extranjeros?

 

La respuesta de un pueblo

En la mayoría de países occidentales, la respuesta fue clara: rescatar a los bancos “demasiado grandes para caer”. Se utilizaron fondos públicos, es decir, dinero de los ciudadanos, para salvar a instituciones privadas que habían tomado decisiones irresponsables.

Pero Islandia hizo algo impensado: dijo no.

El gobierno cayó. Se convocaron elecciones anticipadas. Y lo más importante: los ciudadanos exigieron ser consultados. Se organizó un referéndum para decidir si pagar o no la deuda a los tenedores extranjeros de cuentas bancarias (como los clientes británicos de Icesave, una filial de Landsbanki).

En 2010 y luego en 2011, se celebraron dos referéndums. En ambos, el resultado fue contundente: la mayoría de los islandeses votó en contra de asumir esa deuda.

Este fue un acto de rebeldía sin precedentes en la historia financiera moderna. No solo estaban desafiando a los acreedores internacionales, sino también a las reglas no escritas del capitalismo global: las deudas se pagan, cueste lo que cueste.

 

Reescribiendo las reglas

Tras las votaciones, Islandia permitió que los bancos quebraran y entraran en liquidación. En lugar de proteger a los accionistas y ejecutivos, enjuició a varios de ellos por mala praxis y fraude. Más de 25 banqueros fueron condenados a prisión. Algunos recibieron penas de hasta cinco años.

Además, el país inició un proceso constitucional sin precedentes: la redacción de una nueva constitución liderada por ciudadanos elegidos por sorteo. Aunque esta reforma no fue finalmente adoptada formalmente, el gesto representó una intención clara de transformación.

Pero Islandia no solo fue rebelde. También fue inteligente. Implementó controles de capital, recibió ayuda del FMI bajo sus propios términos, protegió a los más vulnerables y orientó la recuperación hacia sectores sostenibles como el turismo, la pesca y la tecnología.

 

El renacer

Contra todo pronóstico, Islandia se recuperó más rápido que muchos países que sí rescataron a sus bancos. En 2011, su economía volvió a crecer. En 2012, comenzó a pagar parte de sus deudas internacionales, pero desde una posición negociada y no impuesta. En 2015, levantó los controles de capital.

Hoy, Islandia es un caso de estudio en universidades y foros económicos: ¿cómo es posible que un país que desafió las normas tradicionales del sistema financiero global terminara saliendo adelante?

La respuesta tiene que ver con principios: transparencia, responsabilidad, participación ciudadana y valentía para tomar decisiones impopulares pero justas.

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