En 1931, el mundo entero se tambaleaba.
La Gran Depresión, iniciada en Estados Unidos en 1929 con el famoso “Crack del 29”, no tardó en contagiar a los mercados financieros y económicos del planeta.
Caían las bolsas, se derrumbaban las monedas y las reservas de oro desaparecían como agua entre los dedos. En ese contexto catastrófico, pocos países lograron anticiparse de forma inteligente a la debacle. Uno de ellos fue, curiosamente, Argentina.
Lejos de ser solo un país agrícola del sur global, Argentina era en esa época una de las economías más pujantes del mundo, con una renta per cápita cercana a la de Francia y una fuerte dependencia de las exportaciones de carne y cereales hacia Europa.
Sin embargo, esa prosperidad tenía pies de barro: el país dependía también de los capitales extranjeros, sobre todo británicos, y su sistema monetario seguía vinculado al patrón oro. Cuando Londres abandonó el patrón en septiembre de 1931, Argentina sintió que se abría el abismo.
Fue entonces cuando, en un acto de pragmatismo poco habitual en la política de la época, el gobierno argentino decidió hacer algo inédito: establecer un régimen de control de cambios.
En otras palabras, prohibió o limitó severamente la compra y venta libre de divisas extranjeras, como forma de frenar la fuga de capitales, proteger las reservas internacionales y garantizar la estabilidad económica.
La medida, que hoy puede parecer obvia, era revolucionaria para su tiempo.
El contexto internacional: un mundo sin reglas
Para entender la magnitud de la decisión argentina, hay que comprender cómo era el sistema financiero internacional en ese momento. Tras la Primera Guerra Mundial, muchos países intentaron volver al patrón oro, creyendo que eso devolvería confianza a los mercados.
Sin embargo, el sistema ya no era sostenible: las reservas de oro eran insuficientes, los desequilibrios comerciales entre potencias eran crónicos y las deudas de guerra hacían inviable cualquier estabilidad monetaria duradera.
Cuando Estados Unidos cayó en 1929, el contagio fue inmediato. Las economías exportadoras como Argentina sufrieron por partida doble: cayeron los precios internacionales de sus productos y, al mismo tiempo, los capitales comenzaron a huir hacia lugares más “seguros”, como Londres o Nueva York. Los países con mercados financieros abiertos quedaron completamente expuestos.
El patrón oro impedía que los bancos centrales intervinieran para ajustar la oferta monetaria, lo que generaba deflación, desempleo y bancarrotas en cadena.
La lógica ortodoxa dictaba que había que soportar el dolor con disciplina… pero algunos países decidieron salirse del guion.
Reino Unido fue el primero en abandonar el patrón oro en 1931. Y poco después, Argentina fue uno de los primeros en romper con la idea de libre convertibilidad de su moneda.
El decreto del 2 de octubre de 1931: una decisión histórica
El 2 de octubre de 1931, el gobierno argentino, entonces liderado de facto por el general José Félix Uriburu, publicó un decreto que establecía el control de cambios de manera formal.
El Banco de la Nación Argentina fue designado como agente exclusivo de control, y todas las operaciones cambiarias debían pasar por él. Nadie podía comprar dólares, libras o francos sin autorización. Las importaciones se regulaban, y las exportaciones debían liquidarse en pesos a un tipo oficial.
¿Qué pretendía Argentina con esta medida? En primer lugar, frenar la sangría de reservas internacionales que amenazaba con vaciar el Banco Central.
En segundo lugar, evitar una devaluación caótica del peso. Y en tercer lugar, mantener cierto control sobre el comercio exterior en un contexto mundial que se cerraba rápidamente.
Esta decisión fue tan innovadora que ni siquiera existía aún el Fondo Monetario Internacional (FMI), fundado recién en 1944 en Bretton Woods. Tampoco existía una doctrina establecida sobre cómo gestionar crisis de balanza de pagos.
Argentina, en ese momento, estaba improvisando, pero con sorprendente eficacia.
Resultados y consecuencias: ¿funcionó el control de cambios?
Contrario a lo que muchos esperaban, el control de cambios no provocó un colapso económico inmediato.
De hecho, permitió una relativa estabilidad cambiaria durante varios años y mantuvo las reservas a niveles aceptables.
Además, abrió el camino a una industrialización por sustitución de importaciones, ya que las restricciones sobre el comercio exterior forzaron al país a desarrollar industrias locales.
Esto no significa que el sistema estuviera libre de problemas. La existencia de un mercado paralelo de divisas (el llamado “dólar blue”, aunque aún no se llamaba así), la corrupción, la burocracia y la discrecionalidad estatal generaron distorsiones que se profundizaron con el tiempo.
Pero lo cierto es que el control de cambios permitió a Argentina navegar una de las peores crisis económicas del siglo XX sin un colapso absoluto.
Muchos otros países copiaron la medida años después. Brasil, Chile, México, incluso países europeos como Italia o Grecia adoptaron controles similares en los años 30. Pero Argentina fue pionera, y su experiencia fue clave para lo que después sería la arquitectura del sistema financiero internacional de posguerra.
Una paradoja del siglo XXI: de pionera a paria
Lo más irónico es que, décadas más tarde, Argentina se convertiría en un caso paradigmático de malos controles de capital. La crisis del 2001, con el “corralito”, las restricciones para comprar dólares y la desconfianza generalizada, hizo que el mundo viera los controles cambiarios como una trampa más que como una herramienta. Pero en los años 30, fue todo lo contrario.
Argentina no solo fue innovadora, fue pragmática. En vez de seguir recetas internacionales obsoletas, creó un sistema propio para protegerse de una tormenta global. Y lo hizo antes que la mayoría.
Así como hoy un país puede aplicar una tasa Tobin, un impuesto a los movimientos de capital o restricciones a ciertos instrumentos financieros, en los años 30 Argentina ya había entendido que el control no siempre es sinónimo de represión, sino a veces de supervivencia estratégica.
Un trader inteligente no solo estudia los gráficos, sino también los contextos: políticos, institucionales y regulatorios. Y eso, muchas veces, marca la diferencia entre anticiparse o quedar atrapado.