En el año 1552, Miguel llegó a las costas de Venezuela como parte de un grupo de esclavos traídos desde Puerto Rico, destinados a trabajar en las minas de oro en Buría, una región de lo que hoy es el estado de Yaracuy.
En ese momento, Miguel era uno más en una larga lista de hombres y mujeres forzados a trabajar bajo el látigo y la amenaza constante de castigos. Sin embargo, algo en su espíritu no aceptaba la sumisión.
A diferencia de muchos de sus compañeros, Miguel no se dejó doblegar por la dureza de la vida en las minas. En 1553, después de meses de sufrimiento y abuso, decidió que no podía seguir viviendo bajo esas condiciones.
Un día, junto con un pequeño grupo de otros esclavos, escapó hacia las montañas cercanas. Allí, lejos de los ojos vigilantes de los colonizadores, Miguel comenzó a forjar lo que sería una de las rebeliones más valientes de su tiempo.
Lo que comenzó como una simple huida se transformó rápidamente en una guerra abierta contra los opresores.
Miguel y sus seguidores atacaron las minas, liberando a otros esclavos y enfrentándose a los colonizadores con la fuerza de su furia contenida.
En un acto que desafió toda lógica colonial, Miguel se autoproclamó rey de su nuevo reino en las montañas. Pero no solo se proclamó rey: hizo de su compañera Guiomar la reina y nombró a su hijo como futuro heredero.
Incluso, en un gesto audaz, Miguel designó a uno de sus seguidores como obispo de una iglesia disidente, estableciendo una nueva estructura de poder que competía directamente con la de los colonizadores.
Miguel, rodeado por su creciente ejército de esclavos fugitivos y aliados indígenas, no tenía intención de detenerse.
En 1555, se lanzó a tomar la ciudad de Nueva Segovia de Barquisimeto, una de las principales ciudades españolas en la región.
Sin embargo, los habitantes de la ciudad, dirigidos por los colonos Diego García de Paredes y Diego Fernández de Serpa, lograron repeler el ataque.
Además, los colonos recibieron refuerzos de otras ciudades cercanas, lo que les permitió fortalecer su defensa. La resistencia de Miguel no fue suficiente, y en una última confrontación, el valiente líder fue capturado y ejecutado.
El sacrificio de Miguel no fue en vano. Aunque su muerte marcó el fin de la rebelión, su legado perduró como un símbolo de resistencia.
A lo largo de los siglos, su figura ha sido recordada no solo por su valentía, sino también por su capacidad para desafiar el sistema de opresión y reclamar una libertad que parecía inalcanzable.
Hoy en día, la historia de Miguel, el esclavo que se convirtió en rey, sigue siendo un recordatorio de que la lucha por la libertad y la dignidad humana siempre ha sido más fuerte que las cadenas que intentan someterla.
En las montañas de Buría, donde su reino efímero surgió, su espíritu sigue vivo, recordándonos que, incluso en las circunstancias más oscuras, el deseo de libertad puede encender una chispa de esperanza capaz de cambiar el curso de la historia.